Ya no se hacen guerras así. Ahora son silenciosas. Con agentes secretos en tierra, camuflados entre la población, y luego el zumbido nocturno de los drones. Asesinatos selectivos ni siquiera reconocidos como tales: un tipo que desaparece de la puerta de su casa en Teherán, otro que fallece de un ataque cardiaco en un balneario de lujo. Accidentes aéreos o de automóvil, incendios de factorías, virus informáticos que paralizan la producción entera de una planta nuclear. Así son las escaramuzas, las batallas o las armas desplegadas de las guerras sigilosas de las que no tenemos información, que nadie declara ni reconoce y que, finalmente, ni siquiera cuentan con vencedores y derrotados reconocidos y reconocibles.
Esta nueva contienda con silenciador, vaga reminiscencia de la guerra fría, no barre de la escena la acción asimétrica de la guerra terrorista. Al contrario, viene exigida y retroalimenta la acción letal de los suicidas: ¿cuál es la respuesta a un ataque aéreo teledirigido? Es un grado más e incluso una corrección en la asimetría. L
a ecuación de intercambio entre Hamás e Israel es elocuente sobre esta deriva. Cuando un soldado israelí vale 1.000 combatientes palestinos estamos a un paso de la abolición del riesgo humano en el combate: hay que hacer la guerra desde el ordenador, cómodamente instalado en la base. No hablemos del riesgo político: la guerra asimétrica declara vencedor a quien más muertos pone en la pelea y perdedor a quien aparentemente consigue sus objetivos bélicos apenas sin bajas. Todo se juega en quién mantiene más alta la amenaza y obtiene más valor propagandístico; es decir, en la capacidad de disuasión. De ahí que la mejor guerra huye de la retórica, se libra en silencio, se vence sin victoria y es solo eficacia con inmediatos resultados políticos.
La última guerra como las de antes echa ahora el telón. Empezó hace nueve años con los bombardeos y el avance fulgurante sobre Bagdad. Terminó con el régimen de Sadam Husein en 21 días. El presidente que la declaró se proclamó vencedor en una escena de la que luego se ha arrepentido: descendió en un caza pilotado por él mismo sobre el portaaviones USS Abraham Lincoln, frente a las costas de San Diego en California, a miles de kilómetros de las aguas del Golfo, y allí pronunció un discurso bajo una pancarta donde decía “Misión cumplida”, la frase que tuvo que tragarse. Lo peor todavía no había empezado en Irak.
Con ataques similares a los que lanzó Al Qaeda contra las Torres Gemelas y el Pentágono el 11-S terminaban las guerras del pasado: eran el asalto final al corazón de la potencia enemiga. El siglo XXI recién inaugurado subvertía así la misma sintaxis de la guerra, de la que ahora, con el mutis final en Irak, tenemos el último y discreto episodio. Los soldados se van en silencio en el momento en que el silencio se apodera de la guerra.