El soberanismo está de luto en Europa. Se está preparando para los próximos días la mayor cesión de soberanía que hayan protagonizado las viejas naciones europeas desde los tratados de Roma y de Maastricht. Con el primero de los tratados, en 1957, se cedió la política arancelaria, sentando así las bases del mercado único. Con el segundo, en 1992, desaparecieron las monedas, símbolos nacionales hasta entonces al mismo título al menos que las banderas, y las políticas monetarias (que permiten la fijación de los tipos de interés y de cambio), sentando a su vez las bases de la actual crisis de las deudas soberanas. Con esta cumbre se quiere demandar a los viejos Estados que cedan entera su política presupuestaria, que es como decir el alma política del Estado nacional.
La intervención directa del Estado en los presupuestos autonómicos españoles que temían algunos al principio de los recortes, sobre todo en Cataluña, se va a producir ahora a gran escala europea con los presupuestos de todos y cada uno de los socios que accedan a esta cesión de su poder soberano. Los gobernantes catalanes no querían perder márgenes de autonomía presupuestaria en favor del Gobierno español, por lo que la píldora será más dulce para ellos si ahora comparten la pérdida con gobiernos de nivel superior, el de Madrid incluido, y además en favor de instituciones europeas. Pero que se desengañen quienes siempre quieren sacar lecciones soberanistas de estos lances: la cesión hacia arriba convierte en obsoletos tanto a los Estados-nación como a quienes aspiren de forma más o menos explícita a hacerse con un estatus parecido.
No hay salvación en el mundo global para los socios de la vieja Europa si cada uno va por su cuenta. No la hay ni siquiera para los países que juegan en la liga superior y se llevan todos los campeonatos, el Barça y el Madrid que son Alemania y Francia. No se trata tan solo de existir en el mundo, sino de sobrevivir en condiciones aceptables, que no empeoren sustancialmente el fantástico tren de vida que hemos tenido los europeos en los últimos 30 años. No están en juego tan solo los orgullos nacionales, las sillas en el G20 o en el Consejo de Seguridad, es decir, el peso, la influencia y visibilidad de los europeos en el mundo; sino cuestiones más próximas y tangibles como son lisa y llanamente nuestro bienestar y nuestras formas de vida, que solo se pueden preservar en el marco de una Unión Europea que funcione.
La transferencia de soberanía dará lugar a una unión fiscal, pero esta será imperfecta, puesto que quedara en unión de estabilidad presupuestaria y de austeridad en el gasto y no será de transferencias, de solidaridad y de crecimiento. Al menos todavía. El método utilizado tampoco será el comunitario, con el protagonismo de la Comisión, el Parlamento y el Tribunal europeos, que identificamos más directamente con el federalismo y el europeísmo. Será intergubernamental y no va a incorporar a todos los 27 socios. Unos porque no quieren, como Reino Unido; otros porque no saben si quieren, como Dinamarca, y otros porque aunque quieran no han decidido todavía dar el paso, como Polonia.
Las dos potencias europeas que más han pugnado entre sí, armas en mano en tres ocasiones, en su condición de ambiciosos y a veces expansivos Estados soberanos, son los que van a proceder a esta liquidación. Nadie más puede hacerlo. Es probable que solo ellos puedan hacerlo. Y lo van a hacer con el mayor protagonismo de ambos en la entera historia de la unidad europea, aunque será en detrimento de su propia soberanía.
Francia y Alemania han sido el motor europeo desde la fundación de la Unión, pero ahora son mucho más que un motor; son el vehículo. Hasta el punto de que el proyecto que van a presentar en Bruselas está pensado para que funcione incluso en el caso extremo e improbable de que solo estos dos países estuvieran dispuestos a ponerlo en marcha. Esto ya no es un directorio europeo, es una Europa franco-alemana, federalismo de dos socios que invitan a añadirse a quienes lo deseen. Y si entramos en detalle, veremos que la aparente simetría esconde conceptos alemanes y retórica francesa, con el sigilo de Merkel y la pompa y circunstancia de Sarkozy.
Volvemos así a un punto de partida anterior a la creación de la moneda única. El euro va a convertirse en un marco europeo, al igual que anteriormente todas las monedas europeas, incluido el franco francés, se pegaban y seguían al marco alemán en la serpiente monetaria. Y Europa va a dividirse en dos, los países del euro, junto a los que todavía no están pero quieren incorporarse algún día, y los países que ni están ni se les espera, al igual que antes de la adhesión de Reino Unido, cuando existía una potente Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA) alternativa a las entonces proteccionistas Comunidades Europeas.
En resumen, haremos Europa sin europeísmo o “federalismo sin federalistas”, tal como ha señalado el director del Centro Europeo de Relaciones Exteriores (ECFR), Mark Leonard ('Cuatro escenarios para la reinvención de Europa'). De nuevo, con la esperanza tan europea y siempre renovada de que algún día la función termine creando el órgano, es decir, el europeísmo y el federalismo políticos que ahora se echan en falta.
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