ETA va a desaparecer. No parece haber discusión alguna sobre esto. Y la razón fundamental es porque ha sido derrotada. El ritmo de reproducción de sus comandos, es decir, el ciclo de adoctrinamiento, reclutamiento y entrenamiento, hace ya tiempo que era mucho más lento que el ritmo de desarticulación policial. Mérito de las distintas policías ocupadas del asunto y de los ministros del Interior. Pero no es la única razón para la extinción de ETA: las hay y muy poderosas de orden internacional.
Desde hace años es el último vestigio de una vieja y desgraciada época, la guerra fría en cierta forma, en que una gran parte de la sociedad consideraba aceptable la acción política a través del asesinato. Que nadie se haga ahora el despistado como si no fuera con ellos. Esa idea ha sido también derrotada, al menos en Europa; algo menos en otras latitudes, a pesar de que la globalización hace una muy buena contribución a la universalización de los derechos humanos. Esa es la gran derrota de ETA: sus seguidores han comprobado en la práctica que hoy ya no es posible en Europa obtener ventajas políticas con la amenaza o el uso de la violencia.
Tres derrotas en una entonces: una derrota militar de su estructura armada, una derrota política de una organización que ha usado la violencia para financiarse, hacer propaganda u obtener ventajas incluso electorales y una derrota moral de quienes, militantes, seguidores o votantes, menosprecian la vida humana y sitúan sus ideas o quimeras políticas por encima de la convivencia y del respeto a sus vecinos. Sin contar con las sucesivas derrotas jurídicas de sus brazos políticos, que llegan hasta el tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo.
Los nacionalistas quieren evitar que la derrota de ETA se convierta también en una derrota del nacionalismo y llevan razón, aunque el riesgo es evidente. Véase el caso del nacionalismo alemán, descalificado hasta nuestros días gracias a su total sumisión a un proyecto genocida. Está claro que el sector más afectado e infectado por ETA es el nacionalismo radical, que lo es en sus ideas independentistas pero sobre todo en su inhibición moral a la hora de escoger esos métodos execrables o de sacar provecho de los atentados como si nada tuvieran que ver con ellos. Pero ni siquiera el radicalismo independentista merece ser contagiado por la derrota de ETA. Al contrario: la derrota de la violencia política debiera servir para legitimar el combate independentista democrático y pacífico.
Las dos horas de conferencia de paz organizada ayer en San Sebastián merecen un análisis detallado. Y la correspondiente crítica, claro que sí. Lo que no merecen es esa artillería de epítetos e insultos utilizados por la derecha española, tan cómoda en su radicalismo verbal, que termina metiendo en el mismo saco a ETA, a los nacionalistas, a los socialistas vascos por asistir, al gobierno de Zapatero por callar y a Kofi Annan, Gro Harlem Brutland, Jerry Adams, Berti Ahern y Pierre Joxe por ofrecerse a encabezarla.
Es muy plausible que la conferencia sea un ejercicio vacío. Útil solo para adornar la rendición de ETA como si fuera el resultado de una paz acordada. Todos sabemos que no es así. Los abertzales quieren vestir la derrota y convertir la humillación del final en la victoria de un nuevo comienzo, que además les dé réditos electorales. Han pasado de buscar paz por presos, o paz por paz a falta de otra cosa, a contentarse con paz por elecciones. Si les siguen poniendo las cosas a huevo, es posible incluso que consigan sacar rendimientos extra entre unos electores más que hartos de ETA y sometidos en alguna medida al síndrome de Estocolmo.
Hay algo muy positivo en la declaración de la conferencia, que no es posible tergiversar: “Llamamos a ETA a hacer una declaración pública de cese definitivo de la actividad armada”. Todo lo que sigue a esta frase contundente y clara pertenece al reino de los matices y las ambigüedades más o menos calculadas. No pide un diálogo entre ETA y los gobiernos de España y Francia, sino que ETA lo solicite. Dejen las armas y pidan dialogar a los dos gobiernos es lo que dice el primer punto, y una vez hecho esto, estas personalidades internacionales ‘instan’ a los gobiernos a dar la bienvenida a la declaración e iniciar las conversaciones. Nada dicen de cómo debe hacerse esto, ni de qué tipo de conversaciones deben organizarse.
No hay distinción entre víctimas y victimarios en el tercer punto de la declaración, es cierto. Se habla de “todas las víctimas”, pero se hace en términos tan generales y respetuosos que se hace difícil convertir este punto en una vejación como algunos pretenden. Han hecho muy bien los familiares de víctimas agrupados en una de las asociaciones en entregar una detallada y excelente documentación sobre las más de 800 personas asesinadas. No hay simetría posible entre víctimas y verdugos, pero no estamos ante una rendición de ETA sino ante un intento de reintegración en la sociedad vasca de un amplio sector abertzale que no sabía hacer política sin utilizar la violencia.
Los dos puntos siguientes han suscitado todavía más reticencias. Los intermediarios aluden a su experiencia en la resolución de conflictos, y a partir de eso sugieren y apuntan iniciativas que puedan ser útiles para avanzar, es decir, para que ETA deje definitivamente las armas. Sugieren, por ejemplo, “que los actores no violentos y representantes políticos se reúnan y discutan cuestiones políticas”. Lo mismo dicen de las ayuda que puede proporcionar una eventual “consulta ciudadana”. También insinúan que unos intermediarios, ellos mismos, pueden echar una mano en la ayuda al diálogo y en el seguimiento del proceso.
Todo esto, obviamente, es discutible. ¿Por qué no esperamos a discutirlo después de que ETA haya hecho caso al primer punto? ¿Qué nos lleva a pelearnos por las sugerencias e insinuaciones si todos sabemos que tienen como objetivo convencer a ETA de que deje de una vez las armas? Sería un mal negocio que nuestras sutiles razones democráticas impidieran o retrasaran el abandono definitivo de la violencia.
ETA quiere salvar la cara, al menos ante sus propios partidarios o sus hipotéticos electores. Si el precio que hay que pagar para que salve la cara es esta declaración hay que decir que ETA pide calderilla, aunque algunos consideran cualquier precio, por pequeño que sea, como una fortuna inadmisible.
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