La amenaza es de destrucción, declinada en todas sus variantes. Y a cámara lenta, por cierto: a la crisis de nunca acabar se suma la lentitud exasperante con que se van trenzando los debates y desgranando las decisiones. Empezó con “Si cae el euro, cae Europa” y ahora estamos incluso en “Si cae el euro cae Alemania”. En el último episodio los conservadores británicos han llegado a tomárselo en serio: ¡Qué caiga! El euro, Europa, todo junto.
La realidad, en cambio, lleva desmintiendo tales amenazas. Todo va virando al sepia años treinta, cuando aquella Gran Crisis que terminó tan mal, pero ya se ve que el euro aguanta. No aguantan los Estados de bienestar. No aguanta el empleo. Ni las empresas. Menos aún la paciencia de los sufridos ciudadanos, que se indignan por un lado y votan a la oposición por el otro. Pero el euro y la Unión Europa sí aguantan.
No hay destrucción, sino cambio. Cuando termine, todo será distinto. Y no solo serán distintos el euro y la Unión Europea, sino todos sus socios, las relaciones de poder entre ellos y la influencia y papel de los europeos en el mundo. Hace algo más de un año había dudas sobre si el FMI debía acudir al rescate de Grecia o era tarea exclusiva de los europeos. Ahora ya se trata de pedir a China que haga su aportación a la financiación de los rescates. Entonces todavía se hablaba de un directorio de los países más ricos que marcaba el paso a los periféricos, pero al poco quedó reducido a dos, Sarkozy y Merkel, y ahora a uno solo, la canciller, que discute y vota en su parlamento por la mañana lo que obligará a aceptar a los 17 socios del euro por la tarde.
Las instituciones europeas han quedado profundamente modificadas por toda esta tormenta. Desde que entró en vigor el Tratado de Lisboa, a finales de 2009, hasta ahora, han crecido más las estructuras de gobierno del euro que en sus diez años anteriores: Autoridad Bancaria Europea, presidencia de la Cumbre del euro, Junta Europea de Riesgo Sistémico… Las recién creadas —presidente del Consejo Europeo, alto representante de Política exterior—, y las que ya había —la Comisión—, no han terminado de encontrar su papel. Y no sabemos en qué terminará y cómo se gobernará el invento: si habrá algo parecido a un Tesoro o a un alto representante del Euro.
También están cambiando los países. La crisis coloca a cada uno en su sitio. El peso del tribunal constitucional, parlamento y cancillería alemanes supera al de sus homólogos de cualquier otro país, incluidos sus correspondientes de la UE, que apenas tienen vela en este entierro. La presidencia francesa, excepcional en sus poderes inventados por De Gaulle, puede morir en el intento. La del Consejo de Ministros italiana ya lo ha hecho. Con el resto, España incluida, no hay problema: a obedecer y callar. Cuando termine todo, habrá que hablar de nuevo de democracia.
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