Quedan solo unos días. Ninguna de las dos partes quiere ceder ni una pulgada. Un presidente demócrata como Obama no puede recortar drásticamente los gastos sociales sin incrementar los impuestos a los más ricos: se juega su futuro político. Tampoco van a ceder unos congresistas ultraconservadores, que han jurado ante sus electores que jamás apoyarán un incremento de los impuestos: quieren un gobierno reducido y nada les apetece más que impedir al presidente que gobierne. Sólo hay un argumento que al final puede resultar convincente para unos y otros: si el día 2 de agosto no se han puesto de acuerdo sobre el techo de endeudamiento, de forma que el gobierno pueda cumplir con sus compromisos, la superpotencia americana hará suspensión de pagos. Detrás de una catástrofe de esta envergadura llegarán otras, que afectarán a las bolsas, a la deuda americana y al dólar. También al conjunto de la economía mundial: tiene ya repercusiones en Europa, donde no terminan de levantar cabeza después de superar el bache de la semana pasada, y ahora quizás en razón de la incertidumbre que viene de la otra orilla de Atlántico.
Vivir en el límite, desafiarse unos a otros al juego del gallina (lanzarse a toda velocidad hacia el abismo para ver quién es el primero que frena antes de despeñarse), se ha convertido en el deporte generalizado en la globalización desgobernada. Israelíes y palestinos vienen dando reiteradas pruebas de esta actitud y ahora se han marcado ellos mismos su propio límite, el momento de la verdad que en su caso obligará a todos los países de Naciones Unidas a retratarse: en septiembre la Autoridad Palestina pedirá el reconocimiento como Estado a la Asamblea General de Naciones Unidas e Israel pedirá al Consejo de Seguridad que ejerza su derecho de veto. Los europeos han dado desde hace un año y medio sus propias pruebas de este juego de riesgo, aplazando una y otra vez las medidas que podrían frenar la crisis de la deuda soberana declarada a principios de 2010 en Grecia. Y cuando han conseguido unos buenos acuerdos que podrían servir para empezar a enderezar la economía, llega desde Washington la tormenta entre demócratas y republicanas que amenaza a la economía global y erosiona la confianza en el propio acuerdo europeo.
En estos y en muchos otros casos podemos comprobar cómo la política, que era el arte de la acción de gobierno, se está convirtiendo en el arte de la inacción: impedir que el gobierno actúe, evitar que se tomen decisiones. O el arte del desgobierno: conseguir desde la oposición que el gobierno no gobierne. Bloquear y paralizar son los verbos que más se conjugan en estas situaciones. El tráfico con el derecho de veto es la más sublime de las tretas de este arte. La tarea de la oposición no consiste en ofrecer permanentemente a los ciudadanos un programa alternativo y demostrar que la alternancia política está siempre dispuesta, sino poner tantos palos en las ruedas del carro del gobierno como sea posible. La primera y más elemental regla de la política contemporánea exige, al día siguiente de la elección, deslegitimar al vencedor, demostrar que no puede gobernar y que todo lo que haga gobernando será enmendado en cuanto llegue la oposición. El resultado de esta oposición en los límites es que apenas tendrá credibilidad cualquier petición de adelanto electoral si lo que se ha pedido desde el día siguiente de unas elecciones son unas nuevas elecciones, con distinto desenlace, naturalmente.