Lo habían dado por superado, liquidado, muerto. Sus enemigos habían declarado con feroz alegría su definitiva desaparición. El viejo negocio de las noticias había entrado en bancarrota. Las nuevas formas de comunicación iban a extinguir a los arcaicos diplodocus. La corrección antigua que obligaba a verificar las noticias, a presentarlas decentemente, a ponderar todos los puntos de vista y a ofrecerlas con equilibrio e independencia de criterio serían sustituidas por formas mucho más toscas pero más directas y provechosas de comunicarse, sin tanta comprobación ni remilgos. La autoridad de los articulistas y corresponsales, con años de especialización y experiencia periodística, iba a ser sustituida por el ejercicio ciudadano de un nuevo tipo de periodismo a disposición de todos y por una transparencia informativa suscitada por las nuevas herramientas informáticas. Así es como parecía extinguirse el periodismo, pillado en una pinza entre el cinismo de los negocios y la ingenuidad de los activistas, el dinero y las redes sociales, los poderosos y las nuevas generaciones.
Todo era mentira, espejismo de un tiempo confuso o ilusión de una utopía negativa. Primero fue el golpe de Wikileaks, cuando el viejo periodismo se mostró imprescindible y los grandes periódicos tradicionales, los 'main stream media', pieza fundamental en la difusión y organización de las filtraciones más espectaculares de la historia. Luego ha sido el caso Murdoch, de cuya insondable profundidad nada puede decirse todavía, que nos ha mostrado a la prensa sensacionalista y al grupo de medios más importante del mundo como ídolos con pies de barro, o tigres de papel, si queremos recordar una vieja terminología maoísta.
En ambos casos, salidos de la matriz anglosajona del oficio, también han sido medios anglosajones los que han hecho de horma de su zapato a quienes iban a liquidar a la prensa clásica, para sustituirla en un caso por el periodismo pretendidamente científico, que supondría volcar en bruto los datos y documentos secretos para que el público dispusiera de ellos, y en el otro por un periodismo concebido como un negocio por encima de cualquier valor moral, autorizado a interferir en la vida de las personas, sobornar a funcionarios públicos y erigirse en un poder superior a cualquier otro poder y fuera de cualquier control.
The Guardian y The New York Times son las cabeceras clásicas que nos permiten celebrar hoy el triunfo del periodismo de siempre sobre la impostura, la sensación, la manipulación y el inmoralismo. El periódico británico, que tuvo un papel central en la organización de las filtraciones de Wikileaks, ha sido quien ha venido explicando las informaciones sobre las escuchas ilegales realizadas y promovidas desde la redacción del diario The News of the World. Una historia memorable del magazinesemanal del NYT ha tenido también un papel decisivo a la hora de desvelar las implicaciones de los directivos de News Corporation en las prácticas ilegales.
Pero esta historia tiene también un protagonista, un periodista que ha tenido un papel central en el caso Wikileaks y lo ha tenido también en la investigación del caso Murdoch. Se trata de Nick Davies, periodista de investigación de The Guardian, y autor de un libro, titulado Flat Earth News, altamente recomendable como acompañamiento a todos estos acontecimientos, en el que ya podemos leer abundante argumentación sobre el escándalo de News Corporation. En su prólogo, Davies empieza diciendo que “perro no come perro” ha sido la regla de siempre en Fleet Street (la calle londinense de la prensa), pero termina deseando, después de abundante argumentación sobre la necesidad de informar y controlar los propios medios, que “perro coma a perro”. Estos días ha hecho una brillante y eficaz demostración de que su deseo se ha hecho plenamente realidad.
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