Cuanto mayor el dolor, mayor el valor. No es lo que se pierde con el sacrificio lo que importa, si no el efecto de esta pérdida: el dolor. Sin dolor, de nada vale el sacrificio.
Quien creía que la crisis debían pagarla todos por igual ahora estará obligado a hacérsela pagar a los más menesterosos, y encima a defenderlo luego en nombre del bien común, la estabilidad presupuestaria.
Quien consideraba el consenso como método supremo y clave de arco de la democracia ahora se verá obligado a romperlo.
Quien se mostraba dispuesto a gobernar responsablemente y en solitario hasta el último momento se verá forzado ahora a entregar las riendas al adversario antes incluso de que este venza en las elecciones.
Quien quería avanzar en la nueva generación de derechos ciudadanos estará obligado ahora a retroceder mediante el recorte de viejos derechos que se daban falsamente por adquiridos y consolidados.
Quien hacía gala de la renovación de la democracia para hacerla más deliberativa y más participativa, deberá ahora tomar las decisiones sin consulta y por acuerdo casi secretos entre las cúpulas partidarias.
Quien lucía de la España plural deberá prescindir ahora de todos los que expresaban esta pluralidad, en nombre del bien común que es la estabilidad presupuestaria, que exige el súbito acuerdo patriótico entre los dos grandes partidos españoles.
Nada duele más que entregar algo personal e íntimo. Las propias ideas, el poder que todavía se preserva, o incluso la buena imagen que uno tiene de sí mismo. Un sacrificio en el que se entrega el ideario, el gobierno y la posteridad es lo máximo que se le puede pedir a un político. Es lo más próximo al suicidio político.
Pero esto es lo que exige este Baal cruel que ahora rige el curso de la historia. Y a pesar de tanto sacrificio, de tanto dolor, ni siquiera es seguro que baste para aplacar su ira.
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